Claro está: las excepciones existen, pero no son el común denominador. El concepto de política es absorbido por el partidismo y el gregarismo ideológico, diluyendo la supuesta diversidad en una suerte de espejismos voraces. Esta dinámica, común en universidades públicas, también se observa en muchas privadas, cuyo estatus suele cuestionarse debido a exenciones impositivas o subsidios estatales. No se trata de una supuesta autonomía, sino de su inserción en engranajes empresariales que, en más de un caso, se vinculan a grandes negociados. No son todas, pero si hiláramos fino, nos llevaríamos grandes sorpresas.
Todo fluye en un ir y venir de egos grandilocuentes y hambrientos que terminan por consumirse en una ilusión frente a sus propios reflejos. Esos reflejos son ecos vacíos de antecedentes, a menudo sustentados por plagios disimulados o por contenidos que a nadie interesan realmente. Quienes observan miran hacia otro lado para evitar confrontaciones o futuros perjuicios.
Se evidencia un desfile atroz de vanidades que pululan en una búsqueda caníbal de fama y supuestos triunfos, cuyos protagonistas rara vez son recordados por la sociedad o por el propio ámbito académico una vez que se marchan. Todo se transforma en un festivo ir y venir carnavalesco que deviene parodia circense, anidando en una feria que engulle y reduce los ideales y los valores a meros simulacros.
Muchas universidades privadas, además, viven de exenciones impositivas o subsidios del Estado y hacen creer a sus asistentes que, porque pagan una cuota —que no suele reflejarse en los sueldos docentes—, eso las vuelve mejores.
En el prisma de la miopíaLa hipocresía en la política universitaria argentina no es una anomalía, sino un reflejo nítido y concentrado de la miopía de la sociedad actual. Si la universidad —templo del pensamiento crítico y la ética— prioriza la lealtad clientelar sobre el mérito y se enreda en juegos de poder, es porque imita la lógica que domina la esfera pública.
Existe una miopía de valores: nos escandalizamos por la corrupción, pero celebramos la “viveza criolla” y toleramos el acomodo en pequeña escala. También hay una miopía temporal que prefiere la ventaja inmediata (un cargo, un subsidio) al beneficio de largo plazo (la calidad institucional, la excelencia).
La universidad, al replicar estas dinámicas, traiciona su rol de faro moral. Se convierte en un espejo que nos devuelve la imagen de una sociedad que, aunque exige transparencia y excelencia a sus instituciones, está demasiado cómoda con las trampas de su propia conveniencia. Entonces, ¿por qué habría de sorprendernos que la clase política o la supuesta “casta” actúe diferente, si muchos se forman en esos ámbitos, incluido el poder judicial?
Como ya lo sentenció Enrique Santos Discépolo en su tango Cambalache, que retrata la “desigualdad de la igualdad” al nivelar los valores hacia abajo:
“¡Todo es igual! ¡Nada es mejor! Lo mismo un burro que un gran profesor.”
Para cerrar, otra frase de Milán Kundera, que se refiere a los políticos, pero que también describe a quienes transitan los claustros académicos:
“La máscara, sobre la máscara, sobre la máscara. Para el político no hay otra vida que la pública. No tiene vida privada, no tiene otra cara. Se ha comido su propia cara.”
Nota por gentileza del escritor Daniel Posse (Publicada en Fuga)